sábado, 29 de marzo de 2014

Las edades de la luz / Liquidaciones de La Factoría de Ideas

MacLeod, Ian R., Las edades de la luz, ed. La Factoría de Ideas, Madrid, 2005. Trad. Pilar Ramírez Tello
The Light Ages, 2003.

De vez en cuando, la editorial La Factoría de Ideas hace liquidaciones de algunos de sus títulos. Es una oportunidad que suelo aprovechar para hacerme o bien con libros que esperaba o bien con otros que no hubiera comprado, por un precio unas cinco veces inferior al inicial, a veces hasta de veinte veces por debajo. Algunos relatos memorables, como Brasyl, de Ian McDonald; Las fuentes perdidas, de José Antonio Cotrina; Inversión primaria, de Catherine Asaro (me costó un euro en un mercadillo), o La torre de cristal, de Robert Silverberg, por citar algunos, se pueden conseguir junto a otros que, francamente, no merece la poena comprar, por baratos que sean, ni leer. Es el caso de Las edades de la luz. Es una novela que ni es de ciencia ficción ni es de fantasía más allá de cuatro pinceladas. Es una especie de ejercicio de historia alternativa (una ucronía fantástica), concretamente de cómo hubiera podido ser la revolución industrial inglesa de haber existido el elemento mágico llamado éter, que nos es contada desde el punto de vista del personaje protagonista: Robert Borrows.
El argumento general es la lucha de Robert y otros por que la riqueza se reparta mejor (la vieja historia del mundo capitalista que habitamos; nada nuevo bajo el sol): por que el egoísta sistema de gremios que controla la producción a costa de una masa enorme de bajos gremiales y población no asociada a ningún gremio caiga y se inicie una nueva época más justa. Bien. Es un argumento potente. Lo lamentable es que se diluya en una serie de páginas áridas en las que no se cuenta nada; en unas morosas descripciones costumbristas absurdas; en una historia de amor incomprensible y no culminada entre el protagonista y su amiga, por decir algo, Annalise; en una galería de personajes desdibujados; en unas acciones que avanzan a trompicones y en un desenlace que no es tal. Después de tragarse uno páginas y páginas de auténtica purrela, se encuentra con que por fin llega al final y está como al principio. Encima, todo lo baña con un esteticismo relamido y soso que, además, no pega con lo que cuenta. En fin.
Para más inri, en ciertos elementos y motivos recuerda a Dickens, concretamente al de Grandes esperanzas. Cualquier comparación es odiosa, pero si encima es con Dickens, grande entre los grandes, no hay color.
No merece la pena, decía, ni adquirir esta novela (la han descatalogado, en este caso, y es mi opinión, con  razón).
Lo mismo ocurre con otras novelas, no con todas, repito, liquidadas por la editorial La Factoría de Ideas. Recuerdo con estremecimiento Desconexión, de Neal Asher; Danza de huesos, de Emma Bull; La fusión de mentes, de Jack Dann y El misterio de Stonehenge, de Jack Williamson. Leer cualquiera de ellas, y no digo ya todas, es una pérdida de tiempo. Son malíííííísimos.
Pero, no hay que ser injustos: La Factoría de Ideas también liquida libros que son auténticas joyas. Regreso a Belzagor y La torre de cristal, de Silverberg; La cicatriz y El rey rata, de China Miéville; el maravilloso Las fuentes perdidas, de José Antonio Cotrina, una novela española increíble que me descubrió a este autor (ya le dedicaré una entrada exclusiva); Brasyl, de Ian McDonald; Todos sobre Zanzíbar, de John Brunner, un clásico, y otros que tengo adquiridos y que aún no he leído, así que no opino de ellos por el momento, como Desgraciadamente, Philip K. Dick ha muerto, de Michael Bishop; El río de los dioses, de Ian McDonald; El colapsio, de Will McCarthy o El artefakto, de Iain M. Banks, entre otros (tengo alguno más pendiente de leer). Otros también me gustaron mucho, como El beso de Milena, de Paul McAuley (la editorial parece sentir debilidad por los autores apellidados Mc o Mac algo). La portada es, como todas las ilustraciones de Koveck, alucinante.
Algún otro libro me alegro de haberlo comprado de rebajas, como el horroroso Incordie a Jack Barron, de Normand Spinrad. Después de disfrutar cada palabra de Pequeños héroes, que se encuentra descatalogado, por desgracia, me lancé a por la considerada su obra maestra y me llevé un chasco monumental. La traducción, con notas en medio de la página, no ayuda a digerir una historia que se arrastra a no se sabe dónde. He leído por ahí críticas muy elogiosas a esta novela que a mí me costó Dios y ayuda terminar. Para gustos, los colores.
Otros no han respondido a lo que esperaba de ellos, pero al menos se dejan leer. Por ejemplo, Galveston, de Sean Stewart.
En todo caso, tanto yo como supongo que muchos lectores aficionados a la CF se frotarán las manos cada vez que se liquidan libros de esta u otra editorial. Ojalá se hiciera más a menudo.



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