jueves, 7 de febrero de 2013

La penúltima verdad, Philip K. Dick

Dick, Philip Kindred, La penúltima verdad, ed. Martínez Roca, Barcelona, 1976. Trad. Antonio Ribera.
The Penultimate Truth, 1964.


La tercera guerra mundial ha desolado la faz de la Tierra por la cantidad de armas radiactivas empleadas. La guerra continúa, pero sin presencia humana: los hombres viven hacinados en el subsuelo fabricando robots para que luchen por ellos y recibiendo comida a cambio ese trabajo. La información del exterior les llega por televisión unidireccional, con horribles imágenes de la tierra devastada y las grandes ciudades reducidas a escombros. Salir a la superficie es una condena a muerte... Y salimos a la superficie. Resulta que la guerra terminó hace años. Quedan zonas radiactivas, "calientes", sí; pero pocas; la mayor parte de la Tierra es un parque enorme, un jardín donde viven unos pocos privilegiados con mansiones en medio de parcelas de miles de hectáreas atendidos por legiones de los robots enviados desde el subsuelo. Ellos se encargan de construir los discursos e imágenes, mediante maquetas, para los millones de seres humanos de abajo. El engaño es tan monumental que los engañadores lo acusan: Dick es demasiado bueno como para crear personajes maniqueos. Leemos: Le abrasaba un sentimiento de culpabilidad, no porque el reconstruir fuese malo, sino... porque todo era malo [...]. Millones de seres humanos habían sido expoliados, y no recibían compensación por el expolio, ni moral ni legalmente. ¿Cómo es posible que la gente se trague este cuento? Ese mismo protagonista, Joseph Adams, reflexiona: pensó que era increíble que los telespectadores se hubiesen olvidado hasta tal punto de la realidad, como para no darse cuenta de que era pura mentira lo que veían en la pequeña pantalla. O sea, están manipulados por los medios de comunicación, por la televisión. 
A mí esta novela me ha resultado profundamente impactante. Aclaro: escribo esto en febrero de 2013, en España, en medio de noticias sobre el enésimo escándalo de corrupción politica que estalla en medio de una sociedad azotada por el paro de seis millones de personas; desmantelamiento de la sanidad pública; recortes injustificables en educación; subida de impuestos, bajada de sueldos... La información de los medios de comunicación es apocalíptica: o se cumplen estas condiciones o vamos al abismo. Mientras, ya digo, se destapan cuentas bancarias en Suiza de partidos políticos, los que imponen estos recortes, por valor de más de veinte millones de euros. Leo, escucho y veo estas noticias por las mañanas y por las noches leo el libro de Philip K. Dick, muerto hace 31 años, publicado el libro hace 49, y me entero mejor de lo que pasa por este medio que por las noticias. Dick me está contando una verdad que los periódicos me esconden, y lo está haciendo desde el pasado. Es increíble y escalofriante. No sé si será la penúltima verdad de Dick, pero sí sé que es una verdad digna de figurar en primera plana, más que las noticias que nos preparan.


El escritor es digno de figurar en cualquier biblioteca bien surtida, no solo de ciencia ficción. Dick fue el autor de un buen número de obras inmortables y memorables que se merecen una buena reseña. No hablaré de todos los libros de Dick que he leído porque algunos apenas los recuerdo y debería releerlos (Lotería Solar, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, La pistola de rayos, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Ubik, Laberinto de muerte, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía y Sivainvi). De estos me gustó especialmente Laberinto de muerte, obra desgraciadamente descatalogada que esperemos que Minotauro (Planeta) reedite como está haciendo con el resto de su obra. Sobre otros libros pendientes de leer iré contando aquí: El hombre en el castillo, Simulacra, Nuestros amigos de Frolik 8, La invasión divina y Radio libre Albemut. Dick es, de todos modos, un autor al que hay que leer administrado en pequeñas dosis, ya que sus obras tienden a surrealismo alucinatorio y desasosegante expresado de manera hiperlúcida. Es decir, se describe minuciosamente una realidad alterada que cambia constantemente y en la que siempre hay un componente religioso de fondo que completa un cuadro sumamente desquiciante. Lo curioso es que esta realidad alterada sea, como decía de La penúltima verdad, más real que la auténtica. A lo mejor nos equivocamos todos en nuestras percepciones. Podría ser.



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