jueves, 14 de junio de 2012

Neal Stephenson

Yo creo que hay dos Stephenson: el de antes y el de después del Criptonomicón. Antes, dejando aparte novelas raras que no están publicadas en España o son ya inencontrables (La gran U o Zodiac), se encuentran Snow Crash y La era del diamante. A partir de Criptonomicón, Stephenson cambió de registro: del género cyberpunk pasó a una especie de ciencia ficción con trazas de novela histórica que le ha ocupado esa novela y la del Ciclo Barroco. Después, parece que la hibridación se ha consolidado en una especie de novelones que combinan ambos géneros, pero sustituyendo la historia real por una historia inventada muy verosímil y coherente. Veremos.

Stephenson, Neal, Snow Crash, ed. Gigamesh, Barcelona, 2005.
Snow Crash, 1992.

Es una novela muy divertida ambientada a medias en un Estados Unidos desunido, disgregado en una especie de tribus, constante esta en su obra, y en un ciberespacio (Metaverso) bastante animado. Aparecen personajes desde lo más central (el presidente del país, que no tiene poder ni nadie conoce) hasta lo más marginal (piratas, hackers). Hay peleas, persecuciones, intrigas, raptos, velocidad, armas... Es, como decía, muy divertida. Se lee casi de un tirón pese a su generoso número de páginas (432 en mi edición). Es una especie de versión algo paródica del género ciberpunk que la editorial, muy comercialmente, bautiza como postciberpunk. Se supone que también es de este (sub(sub))género Distracción, de Sterling, de la que ya comenté algo y la serie de Mendigos, de Nancy Kress, entre las novelas que he leído. Bueno, otra etiqueta.


Stephenson, Neal; George, J. Frederick, Interfaz, ed. B, Barcelona, 2007. Trad. Pedro Jorge Romero.
Interface, 1994.

Aunque se anunció como un thriller, o, según la contraportada, "tecnothriller", su verdadero tema es el poder del marketing político en las campañas electorales presidenciales de los Estados Unidos. Sobre la anécdota de una revolucionaria técnica para suplir el tejido cerebral dañado por las apoplejías, consistente en la implantación de un biochip en el cerebro del paciente, Stephenson y un tío suyo, el otro autor, despliegan un auténtico muestrario de técnicas de manipulación de la opinión pública a través de los medios de comunicación, especialmente la televisión, está claro, en época electoral. Resulta interesantísimo leer cómo los sociólogos, politólogos o lo que sea encargados de lanzar candidatos electorales controlan milimétricamente cada aspecto de la campaña. Cómo dividen a la población estadounidense en categorías prototípicas algo cómicas y con un punto malvado como: "mono de porche agitabiblias", "residente de sótano vendedrogas" o "esclavo del estilo de vida pretencioso". Muy ilustrador resulta también el repaso a una noticia (la de una niña intoxicada con monóxido de carbono) comentada en su devenir real y en el tratamiento periodístico que le dan con titulares sensacionalistas de escasa veracidad dirigidos a lo sensiblero e impactante. En este aspecto, como en algún otro, la novela recuerda a otra muy conocida centrada en ese tema: La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe.
La novela se lee, pues, más como una especie de semidocumental ficcionado que como "tecnothriller". El espacio dedicado al tema de los biochips y el psicópata suelto es muy escaso comparado con lo otro. Stephenson es un escritor muy inteligente que no cae en lo estereotípico ni convencional. Los tópicos de que toda información es manipulable, del político arribista, de la ley a medida, etc. se dan; pero también cabe la fuerza arrolladora de la sinceridad (personajes de Eleanor Richmond y del senador Marshall), la inteligencia aguda donde no se esperaría (Floyd Wayne Vishniak) y, sobre todo, la crítica a una sociedad tan fácilmente encasillable y tan, tan dirigida por los poderes en la sombra.
Si por algo es una buena novela es por esa crítica social constante. En ese sentido está a la altura de la novela de Wolfe citada.

Stephenson, Neal; George, J. Frederik, La telaraña, ed. B, Barcelona, 2008. Trad.: Pedro Jorge Romero.
The Cobweb, 1996.

Lo publicó Nova, la colección de ciencia ficción de ediciones B, pero no tiene nada de este género. Es una especie de thriller sobre las pesquisas de dos personajes independientes acerca de la posibilidad de que expertos en biología y química iraquíes estuvieran llevando a cabo experimentos para su aplicación a la guerra bacteriológica en universidades de EE.UU haciéndose pasar por estudiantes jordanos y de otras nacionalidades. Los personajes que investigan esto son: Clyde Banks, el ayudante de sheriff de la ciudad de Iowa en cuya universidad se encuentran esos raros estudiantes, y Betsy Vandeventer, analista de agricultura de la CIA.
Contra lo que pudiera esperarse, el grueso de la acción no se dedica a la narración de la lucha contra los iraquíes. La novela es una crítica despiadada de la lucha interna de las autoridades de la CIA y el FBI contra su propio personal brillante, el que no se deja someter. La analista Betsy comete el "error" de informar de que una parte de los fondos destinados por EE.UU a la compra de comida en Irak se está destinando a la compra o desarrollo de armas, dato que llega a los oídos del presidente (George Bush padre). Pese a que tiene razón, sus superiores en la CIA se ocupan de hacerle la vida imposible ofreciéndole tareas intrascendente, vetando sus peticiones, no autorizando sus solicitudes, etc. Le hacen "la telaraña" para que se canse y se largue. De ahí el título.
A Clyde Banks, que descubre que en la universidad de su pueblo están pasando cosas raras con los estudiantes le ocurre algo parecido: viene bien como hombre en el terreno pero no le dejan hacer nada ni, por supuesto, le ayudan. Leemos (p. 366): "Debes saber que actura está mal visto, Clyde. Vivimos en la posmodernidad [...]. Ir al mundo físico y hacer cosas queda simplemente más allá de la comprensión de esa gente" (se refiere a los altos cargos). Este punto, que es de los centrales de la novela, la inacción de las altas esferas frente a la actividad de los de abajo, cuesta entenderlo. Precisamente, a los norteamericanos se les acusa, no sin razón, de meter las narices en todo.
Lo mejor de la narración es, en mi opinión, la descripción de las motivaciones y estímulos de sus personajes, la lucha que sostienen por hacerse valer siquiera ante ellos mismos con sus propias familias y compañeros en contra. Stephenson es un buen escritor que soporta incluso estos thrillers que en otras manos serían algo mediocre. El relato de las partes de acción se interrumpe con divertidas digresiones stephensonianas, aquí reflexionando sobre la tecnología de los transportadores de bebé. Aparece algo de la novela anterior, Interfaz, por el hecho de que Banks se presenta como candidato a las elecciones por el Partido Republicano, pero no tiene nada que ver con lo anterior. En ciertos datos recuerda a William Gibson: los novios y amigos falsos que en realidad están espiando. Y, en general, es una novela muy ágil de personajes atrapados en situaciones de las que casi solo les podrá sacar su inteligencia y sensatez, algo que siempre se lee con placer.

Stephenson, Neal, La era del diamante, ed. B, Barcelona, 2004.
The Diamond Age, 1995.

Deslumbrante y preciosa, como el diamante del título, esta obra puede leerse casi como si se tratara de un cuento, y a ello contribuye conscientemente el escritor marcando los capítulos de cada parte con un breve resumen de su contenido, como se hacía en algunos libros antiguos, en el Quijote, por ejemplo: "Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D. Quijote en armarse caballero". La era del diamante:"Un tete visita una modería; características notables del armamento moderno". También incluye retazos de cuentos que le cuentan a la protagonista, Nell, como parte de su instrucción proveniente del libro. Este libro del subtítulo, el Manual ilustrado para jovencitas, sirve para la educación de una joven neovictoriana y para la de la protagonista, una desahuciada social pequeña e indefensa que solo logra así salir adelante. El didactismo de Stephenson, que en su anterior novela no asomaba tanto, aquí ocupa páginas enteras; pero está de tal forma imbricado en la narración que no se siente como un aparte molesto, sino como un halago al lector, un estímulo para enriquecer su lectura hasta que llegue a la máxima comprensión del universo narrativo. Eso, a ratos, porque en otras ocasiones se muestra bastante caótico y barroco en la trama, por no decir incomprensible, como cuando Hackworth entra, sin saberse por qué, aunque luego lo explica más o menos, a la gruta submarina de los Tamborileros o cuando al final se precipitan los acontecimientos de tal manera que el lector puede tener la impresión de haberse saltado partes, por lo confuso que es esto después de la claridad anterior. El libro es todo él hechizante, si bien en algunos capítulos como el de la obra de teatro interactiva en el barco, alcanza cotas insuperables. Además de ese didactismo incipiente, muestra retazos de ese humor irónico e inteligente que desarrollará en los libros siguientes, como cuando Hackworth reflexiona que la composición de una salsa sería: "Agua, melaza negra, pimienta importada de La Habana, sal, ajo, jengibre, tomate triturado, grasa de eje, genuino humo de nogal, rapé, colillas de cigarrillos de clavo, posos de fermentación de cerveza negra Guinness, restos de trituradora de uranio, núcleos de silenciadores, glutamato monosódico, nitratos, nitritos, nitrotos y nitrutos, nitrosa, natrilos, pelos de hocico de cerdo en polvo, dinamita, carbón activado, cabezas de cerillas, limpiapipas usados, nicotina, whisky de malta, nodos linfáticos ahumados de ternera, hojas otoñales, ácido nítrico de vapores rojos, carbón bituminoso, lluvia radiactiva, tinta de imprimir, almidón de lavandería, limpia desagües, asbesto de crisólito azul, E-250, E-320 y potenciadores naturales del sabor". Ahí es nada.

Stephenson, Neal, Criptonomicón, ed. B, Barcelona, 2004
Cryptonomicon, 1999.


Publicada en tres tomos, en realidad es una única novela bastante larga que también se publicó junta. A mí, después de las dos anteriores, me desconcertó mucho el cambio. De la ciencia ficción a la historia de la ciencia y a la ficción, por separado. No me gustó el derrotero, aunque la he leído dos veces y además la recuerdo bien, con buen sabor de boca. El aporte ficticio no se limita a la trama de los hackers informáticos, ámbito preferido de Stephenson, sino que invade también la parte histórica, y ahí consigue logros como el de la isla que se inventa por Inglaterra, Qwghlm, con su idiosincrásica mezcla angloirlandesa; la otra isla que está por las Filipinas; el libro (inventado) de códigos secretos para enviar mensajes en clave, el Criptonomicón que titula la novela, etc. Cambia mucho el tono después de los otros, porque lo que se dice ciencia ficción, no es; si acaso, esta chapotea en los fragmentos sobre informática: el espionaje a través de las pulsaciones de las teclas, y poco más. Flirtea mucho con la novela histórica, género que detesto, en aventuras de batallitas de la guerra del Pacífico, ataque a Pearl Harbour incluido. Esa es, en mi opinión, la peor parte del libro, la más aburrida, pesada y patriotera.
En esta narración irrumpe con fuerza el didactismo. Con motivo de un paseo en bici, se presenta un problema de física; con motivo del intercambio de mensajes cifrados de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, se detallan un par de procesos de codificación, muy explicaditos para que todo se entienda... En una novela tan larga hay, claro, digresiones, que aportan variedad, profundidad psicológica sobre los personajes y humor. Por ejemplo, la teoría de los hombres que se dejan barba que escribe la expareja de Randy Waterhouse (¡qué lejos queda el Cid!); o las ideas de este sobre la cuchara ideal para tomar los cereales con leche y que sigan crujientes. La novela, repito, ahora descubro que me gusta más de que creia; pero ya digo que es decepcionante comparada con las anteriores porque tiene muy poco en común con ellas. Por esta decepción y el rollo que me supuso leer las historietas bélicas en el Pacífico, pasé del Ciclo Barroco pensando que sería más de lo mismo. Ahora, reconciliado a medias con el autor, a lo mejor me pongo con ello.

Stephenson, Neal, Anatema, ed. B, Barcelona, 2009.
Anathem, 2008

Uf, es un novelón verdaderamente apabullante. A primera vista asusta por sus dimensiones: un libro muy voluminoso, en tapa dura, con más de 700 páginas de apretada letra y pocos márgenes (su precio también puede asustar: 29 euros).
Nada más empezar a leerlo, uno se pregunta de qué va eso: unos monjes  y monjas (fras y sures: juntos son los avotos) que no son religiosos pero viven aislados y celebrando rituales en que tocan campanas; duermen en celdas, etc. Las primeras páginas -las primeras 250 largas, nada menos- son como para entrar en situación, una presentación, y puede costar superarlas. Los protagonistas, fra Erasmas y sus amigos, se dedican a dialogar (establecen Diálogos, con mayúscula) sobre, atención, geometría, historia, matemáticas, física, química, etc. Además, se describe con todo lujo de detalles (es desesperante) cómo es un reloj con una especie de péndulos que abren puertas cada año, cada diez, cien o mil; cómo es la vida en el Cenobio (el convento ese); los estudios que cursan los avotos, cómo visten y calzan, cómo son los jardines, las costumbres, los controles, los castigos (el temible Libro), etcétera, etcétera. Luego, muuuuy lentamente, va despegando la acción, nos adentramos en la trama, el nudo, que es (lo digo porque ya se anuncia antes y porque lo pone en la contraportada) el descubrimento de una nave alienígena orbitando Arbre (este es su planeta, no la Tierra). El resto hasta el desenlace, que no aclararé aquí, son los intentos de contactar con la nave y sorprender a los alienígenas porque han demostrado que entre ellos hay al menos dos facciones, una de las cuales es hostil a los de Arbre. Bueno, evidentemente, contactan, casi al final, y ahí paro el resumen.
Veamos, en la novela se explica todo, todo, todo. Se dialoga y si no se entiende algo, un personaje pregunta algo y otro lo aclara. Se intercalan profusas explicaciones sobre el desarrollo histórico del planeta; se inicia con una "escueta cronología de la historia de la historia de Arbre"; se incrustan fragmentos del Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.,  con términos que, además, se recogen al final en un glosario; se incluyen tres "calcas" (explicaciones) sobre geometría, y, "last but not least", el autor incluye un epílogo con las fuentes en que se ha basado para su novela, que son, sobre todo, de índole filosófica y de física cuántica. Stephenson dice que se atrevió a escribir "una novela sobre el platonismo" y que "si Anatema fuerse un ensayo, las partes donde se habla de filosofía y ciencia estarían salpicadas de notas al pie". Pero no nos asustemos. Es narración, no ensayo físico-filosófico, y a ratos asoma el informático gamberro que encanta al autor por boca del que considero su personaje favorito: Sammann, el Ati: "¿Sureaasian? Subasta de reputación, abierta, asincrónica y simétricamente anónima. No te molestes en intentar entenderlo". (Será lo único que no debemos molestarnos en entender de todo el libro).
En fin. Y tanto conocimiento, ¿para qué? Pues yo pienso que para que la experiencia de la lectura sea más intensa, porque al ofrecerse tantas explicaciones, si el lector las ha comprendido, está en plano de igualdad con el protagonista, y de este modo empatizará naturalmente con él y su identificación será más completa y enriquecedora que de otra forma, que si apela a la vía emotiva, por ejemplo. Es decir, después de tantas horas (páginas) de escuela, nosotros somos también el protagonista en el sentido de que compartimos objetivos y puntos de vista con él. Stephenson no es emotivo; es intelectual, y esa vía es larga, ardua y difícil, pero si se consigue, y aquí es así, se termina el libro con la impresión de haber aprendido algo, de ser más listo, vaya, y en esto radica, para mí, el (in)genio de Stephenson.


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